No está en el Código Penal ni en la Constitución, pero se convirtió en ley y el que no la cumple, al paredón. Hoy por hoy, en la Argentina que nos toca vivir, está prohibido llamar a alguien por teléfono si antes no se envió un mensaje anticipatorio. Suena raro, porque no hay nada más práctico que escuchar la voz del otro, su timbre, su tono, su modo, las ganas que proyecta en cada frase. Sin embargo, ahora, hay que anunciarse, como si se tratara de una cita con el rey de Inglaterra.
Entonces si usted quiere llamar a su prima Florencia a ver cómo anda, porque hace poco fue a la peluquería a hacerse las raíces, antes debe mandarle un mensaje de WhatsApp y preguntarle: “Florencia, ¿cómo andás? ¿te puedo llamar?”. Y ahí ella lo autoriza a llamarlo. Si usted directamente llama (como se estilaba en la época de los teléfonos fijos o incluso cuando ya había celulares pero los mensajes de texto se cobraban y quizás ni llegaban) al ser atendido recibirá la siguiente respuesta: “¡Qué pasó!”. Así las cosas, hoy en día el que llama sin avisar es portador de malas noticias y de cualquier calibre: inundaciones caseras, intentos de asaltos, despidos laborales, rupturas amorosas, velorios o, si se está ante un día para el olvido, todo eso junto.
En estos días que nos tocan vivir, solo tres personas tienen permitido llamar directamente, sin avisar, a la vieja usanza, sin importar si infartarán del susto a quien atienda. Ellos son: 1) Las vendedoras de líneas de empresas de telefonía, que quieren que uno cambie de plan, o sume algún familiar al plan, o tenga mejor Internet y también una promo por doce meses; 2) las abuelas, que en muchos casos no tienen celular o lo tienen pero la letra es muy chiquita, entonces no llegan a ver bien la pantalla para escribir el mensaje premonitorio de que desean hablar con sus nietos; 3) los delincuentes que, privados o no de su libertad, llaman a algún número al voleo haciéndose pasar por una sobrina o un primo, y buscan embaucar a alguna abuela distraída que, como la letra del celular es chiquita, no llega a ver si le escribieron para avisarle que la van a llamar.
Incluso se ha llegado a ver estados de WhatsApp donde la gente aclara: “No puedo hablar por teléfono”. Y no se trata ni de un funcionario de peso, ni de Lionel Messi ni de Wanda Nara, que está resolviendo tres relaciones románticas al mismo tiempo mientras lanza una canción con L-Gante. No, nada de eso: el que no puede ser llamado por teléfono es el primo Raúl que ya abandonó tres carreras universitarias.
Este fenómeno tiene una víctima colateral: el timbre. Ya nadie toca el timbre. Ahora todos llegan y mandan un mensaje: “Afuera” o “Abajo”. Incluso, los deliverys de las apps ya ni siquiera tocan timbre porque son seguidos en tiempo real por los compradores, como una especie de Gran Hermano que rastrea en real time por dónde va su media docena de empanadas.
Y como todo esto se desvirtuó y a nadie le importa arreglarlo, las consecuencias llegaron a niveles impensados. Porque así como no se puede llamar sin avisar, se originó el doble chequeo de una cuestión arreglada previamente. Más claro: hoy en día, si se arregló una cita, ya sea romántica, de amigos o de cualquier índole, el que sale de su casa, antes de hacerlo, avisa: “Saliendo”. Es decir, busca confirmación de que no lo van a dejar, como decían en la Antigua Grecia, “de garpe”. Y lo mismo sucede cuando se está arribando al lugar, donde se envía el mensaje: “Llegando”. Ni en la corte de Luis XVI se anticipaba tanto la llegada de su majestad. Entonces, quizás no habría que perder la cabeza si a uno lo llaman sin avisar, ni hacerse la cabeza por tener que avisar antes de llamar. Tampoco es cuestión de terminar como Luis XVI.